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Desocupado lector, sin juramento me podrás creer

que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento,

fuera el más hermoso, el más gallardo y más

discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir

al orden de naturaleza; que en ella cada cosa engendra su

semejante. Y así, ¿qué podrá engendrar

el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino

la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno

de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno,

bien como quien se engendró en una cárcel,

donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste

ruido hace su habitación? El sosiego, el lugar apacible,

la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el

murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu son

grande parte para que las musas más estériles

se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que le colmen

de maravilla y de contento. Acontece tener un padre un hijo

feo y sin gracia alguna, y el amor que le tiene le pone una

venda en los ojos para que no vea sus faltas, antes las juzga

por discreciones y lindezas y las cuenta a sus amigos por

agudezas y donaires. Pero yo, que, aunque parezco padre,

soy padrastro de Don Quijote, no quiero irme con la corriente

del uso, ni suplicarte, casi con las lágrimas en los

ojos, como otros hacen, lector carísimo, que perdones

o disimules las faltas que en este mi hijo vieres, pues ni

eres su pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo

y tu libre albedrío como el más pintado, y

estás en tu casa, donde eres señor della, como

el rey de sus alcabalas, y sabes lo que comúnmente

se dice, que debajo de mi manto, al rey mato. Todo lo cual

te exenta y hace libre de todo respecto y obligación,

y así, puedes decir de la historia todo aquello que

te pareciere, sin temor que te calunien por el mal ni te

premien por el bien que dijeres della.

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